lunes, 8 de abril de 2013

EL CABALLO DE TURÍN



  AÑO
2011
  DURACIÓN
146 minutos
  PAÍS
Hungría
 
  DIRECTOR
  GUIÓN
Béla Tarr, László Krasznahorkai
  MÚSICA
Mihály Vig
  FOTOGRAFÍA
Fred Kelemen
  REPARTO
  GÉNERO

     
ÁMBITO DE DISTRIBUCIÓN    Cine de autor
NOTA  9/10

ARGUMENTO La película parte de una anécdota en torno al  filósofo Friedrich Nietzsche, el cual estando en una plaza de Turín se lanzó rápidamente a abrazar a un caballo que estaba siendo maltratado por el cochero. La historia que se cuenta sigue la desarraigada vida del cochero, su hija y su caballo.

CRÍTICA  Y ANÁLISIS: Pude ver esta película en la filmoteca de mi ciudad  y puedo decir  que quedé completamente satisfecho con el resultado. Casi dos horas y media de película en la que parece que no ocurra nada, pero que en realidad  ocurren muchas cosas de modo secuencial, pero aparentemente imperceptibles por el ojo del espectador que asiste como voyeur  al desmoronamiento y anulación de todos los elementos integradores de la precaria existencia de dos desgraciados individuos que se ven abocados al desastre. Una tragedia ralentizada hasta el límite del aguante, que cuenta como un padre manco y tuerto y su hija, se enfrentan cada día  a la dura realidad de un mundo prácticamente muerto, en dónde empieza a descomponerse su centro de gravedad.   

 


 
La película, proclamada como la última en la carrera del cineasta húngaro , Bela Tarr, compone (o más bien descompone) en treinta planos el peso y la desidia de la vida representados de forma contemplativa a través de unos personajes que se mueven como fantasmas en medio de   un paisaje árido, con un viento incesante  y con un acompañamiento musical casi agotador. Y es que para  hablar del fin de los elementos que condicionan nuestra existencia, Tarr recurre a la representación de todas aquéllas actividades  cotidianas, que el ser humano, como ser autómata está predestinado a realizar de forma repetitiva y secuencial, con el fin de asegurar su supervivencia en un entorno hostil, entorno marcado  en la película,  como un personaje más que palpita y rebosa  de  vida, cuyo objetivo primordial  es  condenar a sus “hijos”, aislándolos del resto del mundo y devorándolos en sus fauces.

 


Como base integradora del relato nos encontramos con dos personajes que viven atrapados en una prisión social y terrenal,  pero también existencial y moral. Una chica joven con aspecto demacrado y su anciano padre, viven el día a día en una cabaña en mitad del campo, junto a su caballo. La profesión del padre  nos es mostrada en forma de elipsis, y sólo vemos su andadura de regreso a casa, con el carro tirado por el caballo después de un duro día de trabajo,  en un comienzo espectacular, con ese plano secuencia que abre la película y acompañado de una música extradiegética escalofriante. Por otra parte, en relación con la anécdota acaecida al filósofo alemán,  sólo nos deja constancia del  hecho, una voz en off que aparece al comienzo del film, narrando los sucesos pantalla en negro. Un preludio que adelanta unos acontecimientos terribles para los desdichados protagonistas.  

 

 

 A partir del momento en el que el padre llega a casa en mitad de un fuerte vendaval, la acción de los personajes se desarrollará de forma prácticamente invariable a lo largo de la película y marcará la pauta de la misma. Así, en medio de un decorado austero y minimalista, observamos la representación de escenas cotidianas como: cocer una patata, vestirse y desvestirse, mirar por la ventana, lavar la ropa e ir al pozo a por agua, actividades que los personajes repiten día tras día, sin apenas inmutarse, enterrados en vida en un ataúd de parsimoniosa decadencia. Es en este punto donde Tarr imprime al film su particular estilo, el del tiempo narrativo estático, recurso que domina a la perfección  como  ya demostró en anteriores trabajos como Sátántangó, Armonías de Werckmeister o El hombre de Londres. Así se puede ver que  en ocasiones, la película visita lugares comunes con aquel drama existencialista de lo femenino titulado Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, de la prestigiosa cineasta belga Chantal Akerman, en el cual observábamos  a través de planos estáticos y situaciones cotidianas, la progresiva decadencia de una madre soltera que combinaba las labores del hogar con la prostitución a domicilio. Esta decadencia uniforme y terrenal, se aprecia también el film de Tarr, a través de la ejecución de las mismas tareas triviales que aquélla ama de casa se veía obligada a realizar para mantener su vida y la de su hijo, escenificadas en este caso, por el padre, la hija y el agotado caballo.

 


 
No se trata sólo de que ellos dos sean pobres, sino que además  han aprendido a aceptar su pobreza como una limitación de su existencia, lo que conlleva a un conformismo extremo y tangible que se palpa en cada milímetro de sus acerados rostros. Cada vez que empieza a fallar alguno de los elementos que estructura  su vida, ellos siguen impasibles y con una clara determinación a continuar en la misma situación: si el caballo está enfermo y no camina, padre e hija lo vuelven a meter en la cuadra y prosiguen sus labores. Esta determinación se hace más que evidente, cuando en un acto desesperado pretenden dejar la casa y escapar del presidio de la miseria, y de repente dan la vuelta regresando al lugar maldito de donde parten, dándose cuenta que les resulta imposible escapar del destino, cruel predeterminación de sus limitadas existencias.

 


 
Se aprecia en el film, el intenso protagonismo del paisaje como moldeador y limitador de la voluntad humana (al igual que en anteriores trabajos del autor, sobre todo en Sátántangó donde los campesinos de la granja agonizaban en medio de una lluvia y viento constantes) al mostrar como un viento huracanado incesante cae como un martillazo en las cabezas del padre y la hija y que junto con el entorno gris y áspero de la tierra salvaje en la que sobreviven, sirve como refuerzo estético para encuadrar a los protagonistas en un ambiente de descomposición gradual y desintegración anímica.

 


Bela Tarr, consigue que su película se balancee entre el hiperrealismo más descarnado y el formalismo más críptico, al plasmar por una parte, la dura realidad a la que son sometidos los dos protagonistas y por otra, la escenificación  como metáfora opuesta  del mito cristiano de la creación del mundo  y que sirve como base para situar la historia en un ambiente apocalíptico donde  empieza a desintegrarse la propia humanidad.