AÑO
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2011
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DURACIÓN
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146 minutos
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PAÍS
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Hungría
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DIRECTOR
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GUIÓN
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Béla Tarr, László Krasznahorkai
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MÚSICA
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Mihály Vig
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FOTOGRAFÍA
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Fred Kelemen
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REPARTO
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GÉNERO
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ÁMBITO DE DISTRIBUCIÓN Cine de autor
NOTA
9/10
ARGUMENTO La película parte de una anécdota en
torno al filósofo Friedrich
Nietzsche, el cual estando en una plaza de Turín se lanzó rápidamente a abrazar
a un caballo que estaba siendo maltratado por el cochero. La historia que se
cuenta sigue la desarraigada vida del cochero, su hija y su caballo.
CRÍTICA Y ANÁLISIS: Pude ver esta película
en la filmoteca de mi ciudad y puedo
decir que quedé completamente satisfecho
con el resultado. Casi dos horas y media de película en la que parece que no
ocurra nada, pero que en realidad
ocurren muchas cosas de modo secuencial, pero aparentemente
imperceptibles por el ojo del espectador que asiste como voyeur al desmoronamiento y anulación de todos los
elementos integradores de la precaria existencia de dos desgraciados individuos
que se ven abocados al desastre. Una tragedia ralentizada hasta el límite del
aguante, que cuenta como un padre manco y tuerto y su hija, se enfrentan cada
día a la dura realidad
de un mundo prácticamente muerto, en dónde empieza a descomponerse su centro de
gravedad.
La película, proclamada como
la última en la carrera del cineasta húngaro , Bela
Tarr, compone (o más bien descompone) en treinta planos el peso y la desidia de
la vida representados de forma contemplativa a través de unos personajes que se
mueven como fantasmas en medio de un
paisaje árido, con un viento incesante y
con un acompañamiento musical casi agotador. Y es que para hablar del fin de los elementos que
condicionan nuestra existencia, Tarr recurre a la representación de todas
aquéllas actividades cotidianas, que el
ser humano, como ser autómata está predestinado a realizar de forma repetitiva
y secuencial, con el fin de asegurar su supervivencia en un entorno hostil,
entorno marcado en la película, como un personaje más que palpita y
rebosa de vida, cuyo objetivo primordial es
condenar a sus “hijos”, aislándolos del resto del mundo y devorándolos
en sus fauces.
Como base integradora del relato nos encontramos con dos personajes
que viven atrapados en una prisión social y terrenal, pero también existencial y moral. Una chica
joven con aspecto demacrado y su anciano padre, viven el día a día en una
cabaña en mitad del campo, junto a su caballo. La profesión del padre nos es mostrada en forma de elipsis, y sólo
vemos su andadura de regreso a casa, con el carro tirado por el caballo después
de un duro día de trabajo, en un
comienzo espectacular, con ese plano secuencia que abre la película y acompañado
de una música extradiegética escalofriante. Por otra parte, en relación con la
anécdota acaecida al filósofo alemán,
sólo nos deja constancia del
hecho, una voz en off que aparece al comienzo del film, narrando los
sucesos pantalla en negro. Un preludio que adelanta unos acontecimientos terribles
para los desdichados protagonistas.

A partir del momento en el que
el padre llega a casa en mitad de un fuerte vendaval, la acción de los
personajes se desarrollará de forma prácticamente invariable a lo largo de la
película y marcará la pauta de la misma. Así, en medio de un decorado austero y
minimalista, observamos la representación de escenas cotidianas como: cocer una
patata, vestirse y desvestirse, mirar por la ventana, lavar la ropa e ir al
pozo a por agua, actividades que los personajes repiten día tras día, sin
apenas inmutarse, enterrados en vida en un ataúd de parsimoniosa decadencia. Es
en este punto donde Tarr imprime al film su particular estilo, el del tiempo
narrativo estático, recurso que domina a la perfección como
ya demostró en anteriores trabajos como Sátántangó, Armonías de
Werckmeister o El hombre de Londres.
Así se puede ver que en ocasiones, la
película visita lugares comunes con aquel drama existencialista de lo femenino
titulado Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles,
de
la prestigiosa cineasta belga Chantal Akerman, en el cual observábamos a través de planos estáticos y situaciones
cotidianas, la progresiva decadencia de una madre soltera que combinaba las
labores del hogar con la prostitución a domicilio. Esta decadencia uniforme y
terrenal, se aprecia también el film de Tarr, a través de la ejecución de las
mismas tareas triviales que aquélla ama de casa se veía obligada a realizar
para mantener su vida y la de su hijo, escenificadas en este caso, por el
padre, la hija y el agotado caballo.
No se trata sólo de que ellos
dos sean pobres, sino que además han
aprendido a aceptar su pobreza como una limitación de su existencia, lo que
conlleva a un conformismo extremo y tangible que se palpa en cada milímetro de
sus acerados rostros. Cada vez que empieza a fallar alguno de los elementos que
estructura su vida, ellos siguen
impasibles y con una clara determinación a continuar en la misma situación: si
el caballo está enfermo y no camina, padre e hija lo vuelven a meter en la
cuadra y prosiguen sus labores. Esta determinación se hace más que evidente,
cuando en un acto desesperado pretenden dejar la casa y escapar del presidio de
la miseria, y de repente dan la vuelta regresando al lugar maldito de donde
parten, dándose cuenta que les resulta imposible escapar del destino, cruel
predeterminación de sus limitadas existencias.
Se aprecia en el film, el intenso protagonismo del paisaje como
moldeador y limitador de la voluntad humana (al igual que en anteriores trabajos
del autor, sobre todo en Sátántangó donde
los campesinos de la granja agonizaban en medio de una lluvia y viento constantes)
al mostrar como un viento huracanado incesante cae como un martillazo en las
cabezas del padre y la hija y que junto con el entorno gris y áspero de la tierra
salvaje en la que sobreviven, sirve como refuerzo estético para encuadrar a los
protagonistas en un ambiente de descomposición gradual y desintegración anímica.
Bela Tarr, consigue que su película se balancee entre el hiperrealismo
más descarnado y el formalismo más críptico, al plasmar por una parte, la dura
realidad a la que son sometidos los dos protagonistas y por otra, la
escenificación como metáfora opuesta del mito cristiano de la creación del
mundo y que sirve como base para situar
la historia en un ambiente apocalíptico donde
empieza a desintegrarse la propia humanidad.